Escrito en el cuerpo
La escritura en el cuerpo, aunque se puede considerar como una práctica común, disertar sobre las intenciones de los individuos que disponen sus propias pieles como lienzos es un propósito que podría caer en la ligereza argumentativa. Sin embargo, vuelvo mi interés sobre este tema dado mi reciente acercamiento personal con el tatuaje, como una ruptura que no sólo marcó un cambio en la cotidianidad, sino que reconfiguró visiones y contenidos en mi vida y en mi entorno.
Si consideráramos la escritura como una tecnología del recuerdo – siendo esta postura una de las más aceptadas-, entonces, ¿cuál sería el propósito de utilizar el cuerpo (composición biológica perecedera) como lienzo? Para responder a este cuestionamiento, y para intentar no caer en una ligereza argumentativa, voy a basar mis apreciaciones en dos fuentes principales: las consideraciones e Michel De Certeau sobre la escritura y las inscripciones de la ley sobre el cuerpo, y acercamientos de carácter tanto personal como de investigación a la experiencia del tatuaje. Igualmente, realizaré algunas consideraciones a partir del ejercicio de observación del filme The pillowbook o El libro de cabecera, de Peter Greenaway.
Cabe aclarar que mi propósito, más que dar una respuesta absoluta al interrogante planteado, consiste en proponer una mirada que permita apreciar y valorar el trabajo escritural en el cuerpo, desde una perspectiva que parte no de la historia ni de la lingüística, sino de la observación cotidiana.
¿Qué es escribir en el cuerpo?
Michel De Certeau, en su obra Invención de lo cotidiano, propone a la escritura como una composición que parte elementalmente de tres componentes: la página en blanco, la construcción del texto, y la transformación del mundo a partir de la producción escrita. Explicaré cada uno de estos, aplicados al tema que me concierne: escritura sobre el cuerpo.
En primer lugar, la página en blanco o lugar de enunciación, propone un re-posicionamiento del sujeto con respecto a su espacio: el primero se separa de sus apreciaciones comunes del mundo para tomar decisiones con respecto al lugar donde plasmará su obra. “Una superficie autónoma queda colocada bajo el ojo del sujeto que se da así el campo para un hacer propio. Acto cartesiano de una división que instaura, con un lugar de escritura, el dominio (y el aislamiento) de un sujeto ante un objeto.”, dice De Certeau.
En este punto se pueden empezar a distinguir dos posibilidades, dependiendo de cuál es el cuerpo seleccionado como lienzo: el propio o el de otro. Bajo estas luces, seleccionar al cuerpo propio como superficie de inscripción de la escritura supondría una perspectiva del sujeto que apreciaría a su piel no como un lugar natural que hace parte de sí mismo, sino como un espacio virgen susceptible de ser intervenido, en este caso a través de la marca escrituraria, con un objetivo en específico. Los motivos pueden ser variados, desde estéticos o hacer visible la manifestación de una pasión o un gusto, hasta el deseo de recordarse constantemente un hecho o pensamiento en particular.
La toma del cuerpo del otro como lugar de enunciación del propio discurso podría interpretarse, a partir de la necesidad o el deseo de convertirse en un sujeto capaz de intervenir e insertar un significativo en algún espacio específico. Dice De Certeau: “(…) por perder su sitio, el individuo nace como sujeto. El lugar que antes le fijaba una lengua cosmológica, entendida como ‘vocación’ y colocación en un orden del mundo, se convierte en una ‘nada’, una especie de vacío, que empuja al sujeto a dominar un espacio, a plantearse a sí mismo como productor de escritura.”
Esta aseveración hace parte de la reflexión sobre el camino que siguió la escritura a partir de la modernidad, cuando “el ser se mide por el hacer”, y el hacer se mide por la escritura. Cuando el contenido se aparta progresivamente del discurso religioso, las posibilidades de creación individual comienzan paulatinamente a determinar identidades y lugares dentro de una sociedad. Entonces ¿por qué producir sobre el cuerpo del otro y no sobre papel? En El libro de cabecera, filme mencionado con anterioridad, Nagiko trata de mantener una tradición de escritura para honrar a su padre: en cada cumpleaños, la cara y la nuca de Nagiko eran el lugar elegido por su padre para escribir tarjetas de felicitación. También, el deseo de escribir era alimentado por la motivación de llevar “un libro de cabecera”, como hacía más de mil años lo había llevado una mujer llamada Sei Shonagon, quien lo llenaba con sus observaciones.
Al ver frustrado su propósito, no encontrando un hombre que escribiera sobre sí como lo hacía su padre, y al haber sido quemado su libro de cabecera, Nagiko opta por dejar de ofrecerse como lienzo, y buscar en la piel de sus amantes un sustituto del papel. Sin embargo, su finalidad se fue tornando claramente en la publicación de su escritura. Esto mostraría, entre otras motivaciones, el deseo de situarse a sí misma como autora, como sujeto, y como productora de mensajes: se redefine como escritora y fabricante de una obra, manifiesto de una tradición milenaria. Este ejemplo, aunque parte de la ficción, es útil para ilustrar una posición clara: la publicación en el cuerpo hace parte de un relato que pasa de ser individual (interna) a ser social (externa).
Siguiendo con la construcción de un texto en el lugar de enunciación seleccionado, dice el mencionado autor que “sobre la página en blanco, una práctica itinerante, progresiva y regulada –un andar- compone el artefacto de otro ‘mundo’, ya no recibido sino fabricado.” Precisamente este es el momento en el que la voluntad del sujeto aparece en la selección de lo que quiere inscribir sobre el cuerpo. Me remito aquí a la práctica del tatuaje, en la que se pueden observar marcas que van desde composiciones según la escritura articulada, dibujos con referentes ontológicos reales, símbolos o escritura jeroglífica, entre otras.
Pero, ¿qué efectos tiene un texto, cualquiera que este sea, sobre la realidad?, ¿cómo puede decirse que esta práctica fabrica un mundo? Podríamos considerar que un texto es una irrupción en una superficie, la cual se resignifica a partir de la intervención, dándole un contenido nuevo, o agregándole algo que antes no tenía lugar sobre ella. En este punto, la experiencia de tatuarse, y en general de escribir sobre el cuerpo, se enlaza con el tercero de los elementos enunciados por De Certeau: la transformación del mundo. Cuando se escribe sobre el cuerpo propio o ajeno, se está realizando una nueva composición dentro de esa superficie de inscripción. Incluir elementos ajenos a la naturalidad de la piel constituye un acto que “violenta” la relación del sujeto con su mundo externo, y lo sumerge en nuevas apreciaciones de una realidad que ha creado para sí y su entorno. Así, un tatuaje puede ser signo de una apreciación estética particular, separada del mundo, tanto como una referenciación a hechos pasados, o rasgos únicos que identifican a un sujeto.
El ritual que muestra Peter Greenaway en su obra, en el que se pinta la cara de Nagiko en su cumpleaños y se firma, recitando las palabras “Cuando Dios hizo el primer modelo del hombre, lo pintó en los ojos, los labios y el sexo. Luego pintó en cada persona su nombre, para que el dueño no lo olvide. Dios aprobó su creación y le dio vida a la pintura de su modelo, firmándolo con su propio nombre” , es también una muestra de cómo la escritura tiene un efecto que actúa como una reconfiguración de los espacios, al poner nuevos significantes sobre éstos. Se diría que una nueva vida surge cada año en el mundo de la niña que es papel de su padre; la firma de éste funciona como aprobación de los actos de su hija, y como bendición para el futuro.
Entonces, el uso de la escritura permanente o pasajera sobre el cuerpo, si se considera como escritura una tecnología que da nuevos sentidos al universo bajo códigos significantes visuales, podríamos reivindicar la fijación de signos sobre el cuerpo como una forma de recordar, y de dar giros a los sentidos que se tienen del mundo. La piel, como superficie simbólica del ser del sujeto, le proporciona a él mismo la posibilidad de intervenir en su propio mundo y de resignificar los contenidos de su vida. Escribir en el cuerpo es una práctica individual que, por su naturaleza visible, da paso también a una ruptura en las formas de apreciación de la realidad.
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